viernes, 7 de agosto de 2009

A contar de este número, se publicará completo este artículo de Lyotard en tres partes; la traducción ha intentando respetar - en la medida de lo posible - el estilo vertiginoso de esta etapa "económica libidinal" propia de este autor (1973, A partir de Marx y Freud, libro con que se abre esta dimensión experimental y lúcida lyotardiana - nota de LA FLOR ENFERMIZA, agosto 2009).
FREUD SEGÚN CÉZANNE.
(en Jean François Lyotard: Los dispositivos pulsionales. Union Génerale d`Éditions, 1973. pp. 71-93).

La pintura y la ilusión.

Cuando se relaciona el psicoanálisis con el arte, se pueden aproximar ciertos hechos que siempre se han recomendado por Freud. Antes de emprender una nueva recensión hecha ya por otros (Kaufmann 1971, Kofman 1970, Lyotard 1969) en esta eventualidad, se prefiere así proponer una problemática un poco distinta; en parte remarcar al menos en apariencia. No se trata siempre de aplicar un cierto saber psicoanalítico sobre una obra y formar un diagnóstico de ella o de su autor, al igual que si uno tratara de construir uno a uno todos los lineamientos por los cuales ella está relacionada con el deseo de quien escribe o pinta. Más aún: como si se situara en el corazón de la actividad creadora un espacio emocional abierto por la marca original, de responder a la petición de un sujeto (Kauffmann, 1967). Faltaría que la relación epistemológica del psicoanálisis con la obra esté constituida por todos los casos unilateralmente; lo primero sería el método que se aplica a lo segundo en tanto objeto. Reintroduciríamos la dimensión de transferencia en la concepción de la producción artística, que no está restituida por el porte inventivo y crítico de la forma misma de la obra (Ehrenzweig). La resistencia de los estetas, historiadores del arte, artistas a una distribución de tales roles procede, sin duda, de aquello que es puesto en relación de un objeto pasivo, una obra que ellos conocen (con diversos títulos) y el poder de producir nuevos sentidos. Esto sería interesante invirtiendo la relación, examinando si esta actividad inaugural y crítica no podía aplicarse al objeto “psicoanalítico” más que como una obra. E interrogar, de cierta manera, descubriendo en el hueso de la concepción freudiana del arte, una disparidad notoria de status entre las dos artes que forman sus polos de referencia; la tragedia y la pintura. Si la fuerza de producir objetos no se realiza solamente en el deseo – pero en las cuales se vuelve reflejo o inversión – la fuerza libidinal crítica sea tácitamente acorde con la primera o sea reorientada a la segunda.

J. Starobinski (1967) ha mostrado, de cierta manera, las figuras trágicas de Edipo y Hamlet, que son objetos privilegiados de la reflexión freudiana válidos y, sobre todo, como operadores para la elaboración de su teoría. Si no hay un libro o artículo de Freud sobre Edipo o, a fortiori, sobre Hamlet, es que las figuras de los hijos del rey muerto juegan para el inconsciente – al menos, epistemológicamente – de Freud una suerte de cibra o reja que, aplicado al discurso de análisis, va a permitirle entender aquello que no dice, de reagrupar los fragmentos de sentidos disparados, esparcidos en el material. La escena trágica es el lugar en el cual está relacionada la escena psicoanalítica como fin de interpretación y de construcción. El arte es donde el psicoanálisis pone sus medios de trabajo y de comprensión. Es claro que una relación tal no sería posible y no cambiaría su ser si el arte, la tragedia, ofreciera ya no un análisis sino una representación privilegiada de aquello que es la cuestión del análisis, el deseo del sujeto en su relación con la castración (Green). Tal es, en efecto, el caso de la tragedia griega o shakespeareana; y como tal en una obra plástica como el Moisés de Miguel Ángel. Lacan hace un uso semejante de la novela de Edgar Allan Poe, “La carta robada”, para construir su tesis del inconsciente análogo al lenguaje.

Si nos ubicamos en la pintura, se observa que ella ocupa, en el pensamiento de Freud y en la teoría psicoanalítica en general, una posición muy distinta: las referencias al objeto pictórico son muy numerosas en los escritos, desde el inicio hasta el fin de su obra; un ensayo entero le es consagrado (Freud, 1910). Pero, sobre todo en la teoría del sueño y del fantasma veríamos el mayor acceso a la teoría del deseo, construido como una “estética” latente del objeto plástico. La intuición central de esta estética es que el cuadro, al mismo tiempo que la escena onírica, representa un objeto, una situación ausente, que abre un espacio escénico en el cual – a falta de las cosas mismas, sus representantes – pueden ser dados a ver al menos, y que la capacidad de acoger y hospedar los productos del deseo se completan. Como el sueño, el objeto pictórico está pensado según la representación alucinatoria y de señuelo. Se toma este objeto con las palabras que le describen y que van a servirle para comprender el sentido (esto es, para Freud el disipar), convirtiendo toda imagen onírica o el fantasma histérico en discurso, conduciendo la significación sobre su localidad natural, las de las palabras y la razón, arrojando el velo de las representaciones, de coartadas, encontrando aquello que ella oculta (Freud, 1895; 1900).

Esta asignación de la obra pictórica, en tanto muda y visible, reside en la región del complejo imaginario del deseo, retornando al corazón del análisis freudiano como función del arte. Freud distingue dos componentes en el placer estético: un placer propiamente libidinal, que proviene del contenido mismo de la obra; por tanto, aquello nos permite – por identificación con el personaje – cumplir nuestro deseo en cumplimiento de su destino. Pero, por decirlo así, previamente placer procurado por la forma o la posición de la obra que se ofrece a nuestra percepción como un objeto real, como una suerte de juguete, de objeto intermediario a partir del cual estamos autorizados a conducir y pensar como aquello que es admitido y, con lo cual, el sujeto no tendría que rendir cuentas. Esta función de desviación para relacionar la realidad y la censura, Freud la intitula “primado de seducción” (Freud, 1908); en una situación “estética” como lo es el sueño, una parte de la energía de contra-investidura empleada para rechazar la libido, es liberada y restituida (bajo la forma de energía libre) al inconsciente, que produce las figuras del sueño o del arte: así, en ella, se rechaza todo criterio realista que le permite a la energía descargarse de manera regresiva, sobre la forma de escenas alucinatorias. La obra nos ofrece entonces un primado de seducción en aquello que ella nos promete en su solo status artístico, elevando las barreras de la represión (Freud, 1911). Se ve que el análisis del efecto estético tal, tiende a identificarse como un efecto de narcosis. Lo esencial es la realización de la realidad que es el fantasma. Desde el punto de vista propiamente formal, esta hipótesis tiene, como contrapartida, dos actitudes: 1) ella conduce un privilegio del “sujeto” (el motivo) en la pintura; la pantalla plástica será pensada conforme a la función representativa, como un soporte transparente detrás del cual se desarrolla una escena inaccesible. Por otra parte, 2) invita a buscar, escondida sobre el objeto representado (p. e. el grupo de la Virgen, su Madre y sus hijas; Freud, 1910) una forma – la silueta de un buitre – suponiendo determinante la fantasmática de la pintura. En igual medida, se puede eliminar del campo de aplicación del psicoanálisis toda pintura no representativa, y el método de toda “lectura” de la obra que no se ajuste el primero y repare el “discurso” del inconsciente de la pintura; serían, en efecto, figuras fantasmáticas. A fortiori, falta reconocer tomando, con las solas categorías de esta estética, una obra pictórica, o sería precisamente criticada por los medios plásticos la “posición estética” donde Freud piensa que ella tendría un valor narcótico por la censura. Entonces, no es excesivo pensar que todo aquello que importa en pintura a partir de Cézanne, favorece largamente el adormecimiento de la conciencia y realizaría el deseo inconsciente del artista, tendiente al contrario, a producir sobre el soporte suertes de análogos del espacio inconsciente mismo, que no puede suscitar más que la inquietud o la revuelta. Y, ¿cómo falta contar en esta misma perspectiva, tentativas realizadas en todas partes hoy en día por los pintores, pero también por los hombres de teatro o por los músicos, para hacer salir la obra de su neutralidad (el edificio cultural: museo, teatro, sala de concierto, conservatorio) o de la institución que la relega? ¿Aquello que ellos no ven, la destrucción, sobre la obra y sobre su posición, este privilegio de irrealidad que, según Freud, le conferiría el poder de seducción? Es claro que hoy en día la situación de la obra no parece en nada satisfacer estas condiciones exigidas por la estética implícita de Freud: la obra des-realiza la realidad, tanto que ella no se ve como realización, en el espacio imaginario, de las realidades del fantasma.

Se podría indicar, en algunas notas, el sentimiento que suma todo; si los análisis de Freud en materia de arte plástico parecieran inaplicables hoy, es porque la pintura está deviniendo profundamente diferente: ante todo, diríamos que, al inaugurarse la revolución psicoanalítica, ella no tiene por misión anticipar la revolución pictórica. En este olvido de aquello último ha incidido bajo sus ojos, y entre los primeros escritos (1895) y los siguientes (1938), durante un pequeño margen de siglo, la pintura no sólo ha cambiado de sujeto – en forma de problema – pero el espacio pictórico “puesto” por los individuos del Quatrocentto, se encuentra en ruinas, y con ello el puesto de la pintura sería el centro de la concepción freudiana, faltando la función de representación. Que Freud no haya visto por sus ojos esta transferencia crítica de la actividad pictórica, este verdadero desplazamiento del deseo de la pintura, no se ha tenido en cuenta más que una posición exclusiva de este deseo, la escenografía italiana del siglo XV; no nos puede asombrar que el trabajo crítico comenzado por Cézanne, continuado o repetido en todo sentido por Delanay y Klee, por los cubistas, por Málevith y Kandinsky, verificaría que no habría más que producir una ilusión fantasmagórica de profundizar sobre la pantalla tratada como vidrio pero que, al contrario, hace ver las propiedades plásticas (líneas, puntos, superficies, valores, colores), donde la representación no se agota por sus efectos; no tendría más que cumplir el deseo de ilusionar, pero descubriendo metódicamente, exhibiendo su maquinaria. Ignorancia tanto más sorprendente, dice Freud, de esta inversión de la función pictórica, teniendo en consideración parental el retorno a la función del conciente para el mismo análisis freudiano; uno y otro se inscriben como efecto de superficie de un vasto trastorno subterráneo que portaría (o porta aún), atento a la cama de apoyo del edificio social y cultural occidental. Pues esto, en cuestión, a partir de los años 1880, a través de las sacudidas escalonadas según la naturaleza del campo interesado, es la posición misma del deseo del Occidente moderno; es la manera en que los objetos, palabras, imágenes, bienes, pensamientos, trabajos, mujeres y hombres, nacimientos y muertes, enfermedades, guerras, entren en circulación en la sociedad y en sus cambios. Si falta situar esta transposición del deseo anónimo que sostiene la institución en general y la vuelve aceptable, se diría grosso modo que antes este deseo se cumpliría en un régimen de cambios que imponen al objeto un valor simbólico, tanto como el inconsciente del neurótico produce y pone en relación de representantes del objeto rechazado según una organización simbólica de origen edípico; tanto que, a partir de la mutación en nuestras palabras (y donde el efecto es estudiado por Marx sobre el campo económico), la producción y la circulación de los objetos cesan de estar regulados por referencia a valores simbólicos y, de ser imputados a un Donante misterioso, pero obediente a la sola “lógica” interna como sistema, un poco como las formaciones de la esquizofrenia, pareciendo escapar a la regularización que la neurosis debe a la estructura edípica, y no obedecer más que a nada, a la efervescencia “libre” de la energía psíquica. Es una hipótesis admisible que el evento-Freud procede de tal mutación en el orden de la representación discursiva y que, en la representación plástica y, particularmente pictórica, es análogo al evento-Cézanne. Falta comprender los motivos o las modalidades de esta ignorancia del segundo por el primero; y, condición que sigue, mostrar en cuál obra de Cézanne certifica la presencia de un desplazamiento tal en la posición del deseo – como el deseo de pintar – y, por consecuencia, en la función misma de la pintura. Examinemos un poco sobre este ángulo el recorrido que traza esta obra y los elementos en los cuales se inscribe.

(continuará)

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