martes, 3 de noviembre de 2009


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...también estas páginas constituyen un retorno...

Nota sobre una nota: Para contextualizar la inclusión de esta nota, le pediremos al "desprevenido lector" acudir a la siguiente página web: www.lacavernadeplaton.com, lugar en el cual se encontrará con un agujero negro, ya no detrás de las butacas confortables del cine, sino en la proyección peligrosa de todas nuestras vidas. Su título es Una cita amenazada por su imagen (La F. eN, noviembre 2009).
22.
Esta larga nota no pretende agotar cuánto se ha dicho u omitido respecto al nacionalsocialismo alemán, pero sí se hace acá pertinente al menos, nombrar el cauce de su cine, o mejor expresado, cuál es la representación en juego hacia 1933 en adelante. Si la operatoria cinematográfica alemana puede significar justamente el “ajuste de los hombres a los peligros que lo amenazan”, no debe medirse en la exposición de un peatón en plena calle – como ya se había expuesto – sino en tanto posibilidad destinal de la expresión cinematográfica que inscribe la historia. Si nos atenemos a Kracauer sobre las condiciones a priori de toda industria cinematográfica – elaboración y montaje colectivo, orientado a un público masivo – el cine puede ser un instrumento interpretativo que avisa (bajo condiciones históricas dadas) las relaciones fantasmales de su audiencia; sus motivaciones ocultas, su psicología y psicopatologías inherentes en ellos. El nacimiento del cine alemán tiene algo de bastardo, si pensamos en la prolífica cantidad de películas orientadas al público medio, en las ferias populares. Sus primeras temáticas abordan el sensacionalismo, lo erótico sublimado y la tragedia. Realizadores más capacitados como Wiener, Lang o Murnau – entre otros – abordarán el fracaso psicosocial tras la caída de la República de Weimar (1918), proponiendo en sus realizaciones una mirada perturbada con el entorno. Los monstruos Caligari, Mabuse, Nosferatu se anexan con la tradición romanticista bajo la mirada del expresionismo en boga, acostumbrando con ello la mirada del consumidor medio y bajo para con lo maléfico y la atrocidad. No es de extrañar el impacto – no sólo para las autoridades del Reich – del filme Der Triumph der Willens (“El Triunfo de la Voluntad”), de Leni Riefenstahl donde, por medio de diversos recursos fílmicos, contemplamos la Convención del Partido en Nuremberg en 1934 (“La masa se mira a la cara en los grandes desfiles festivos, en las asambleas monstruos, en las enormes celebraciones deportivas y en la guerra, fenómenos todos que pasan ante la cámara. Este proceso, cuyo alcance no necesita ser subrayado, está en relación estricta con el desarrollo de la técnica reproductiva y de rodaje.” W. Benjamin. Op. Cit. Pág. 55). La tesis sostenida por Syberberg – a la que adhiere Lacoue-Labarthe – de que la operación y montaje cinematográfico alemán realiza la ficción más peligrosa (y por ello, constituye el espectáculo más sublime, donde inmensidad y potencia kantianos sirven para erigir una obra de arte en todos los terrenos), es de tomarse en cuenta. Y en relación con los tres puntos que nos han llevado a esta nota, vale la pena al menos, proyectarlos: 1°) La tradición romántica alemana nos puede informar sobre la necesidad de constituir una Gesamtkuntswerk trasladada de la escena originaria griega. Ello no sólo comporta un gesto estético; es también la posibilidad de fundar un espacio netamente alemán, a través de sus modelos y patrimonios (esa problemática atraviesa todo el siglo XIX: ¿Qué es alemán? Se lo pregunta Schiller, Goethe, Hölderlin, Hegel, Nietzsche). No es únicamente Wagner el que reclama par sí una obra de Arte total, pero indudablemente su concepción operística tiende en la dirección de recuperar los mitos germanos a partir de todos los recursos estéticos. El cine pasa a convertirse en la realización operativa de estas premisas (“Lo confieso, he realizado un sueño. La obra de arte del Estado, de la política y del pueblo. El intento de llevar a las masas a la victoria por su propia fuerza interior. De dar forma a una bella raza, modélica para todas las demás, según el viejo esquema, doblemente milenario, que cualquier estudiante conoce bien. Como aquel del inglés Darwin sobre la lucha por la existencia, como el mito wagneriano, de Rienzi a Parsifal, Alemania como obra de arte total y como modelo. Anuncio la muerte de la luz, la muerte de toda vida y la muerte de la naturaleza, el final.” Syberberg: Hitler, ein Film aus Deutschland. Ver Lacoue-Labarthe: La ficción de lo político. Op. Cit. Pág. 80). 2°) La concepción esteticista va también de la mano de la definición de lo político que, en palabras de Goebbels es el Arte plástico del Estado. En este sentido, conviene registrar lo expresado por Hegel en el análisis de la subjetividad griega. Compara al espíritu griego como artista plástico, capaz de convertir lo natural en expresión del espíritu, así como la piedra se convierte en estatua (infundiendo espíritu a la materia). Su modelo es mimético natural, quiere decir con esto que el hombre – en tanto ser creador – es el modelo mismo de ese espíritu (Obra de arte subjetiva). Su ejemplo notable lo encontramos en el cultivo del cuerpo humano: “Los griegos han cultivado sus cuerpos hasta hacer de ellos figuras hermosas y órganos que sirven no para llevara acabo alguna cosa, sino para exhibir la destreza por sí misma. El interés consistía en revelar la libertad.” (Hegel: Lecciones de la filosofía de la historia universal. Op. Cit. Pág. 433). Olympia, la segunda superproducción de Riensfestahl, eterniza los Juegos Olímpicos de Munich en 1936, acorde con los modelos plásticos que describe Hegel. Un segundo momento del arte corresponde a la Obra de arte objetiva, el arte como religión o “forma divina del mundo”, donde materia y contenido deberán realizar su respectivo momento dialéctico, para así elevarse al sentido supremo, que no es otro que el Estado (“Realidad en la cual el individuo tiene y goza su libertad; pero por cuanto sabe, cree y quiere lo universal. El Estado es por tanto el centro de los restantes aspectos concretos [arte, sociedad, política]” Op. Cit. Pág. 100). El modelo griego – léase originario, protohistórico, esencial – debe ser aquel a imitarse; el Estado es fundamentalmente, la fundación de lo político. Engels entendía algo así, pero con la salvedad siguiente: el Estado en tanto aparato fundador y regulador de las contradicciones sociales, funda lo político, es decir, siempre que en una sociedad las contradicciones amenazan con disolver un orden, el Estado está llamado a “confesar” la realidad de la contradicción, regulando los enfrentamientos entre las clases, a lo que Benjamin expresaría como el Estado de “excepción” constituido en regla. 3°) Vinculando los dos puntos anteriores, la identificación con lo propio es el reconocimiento de “hacer historia propia”, donde las otras razas y estirpes no caben en el proyecto originario – mitológico alemán (“Los judíos no pertenecen a la humanidad puesto que no poseen ni sueños ni mitos”). Para la ideología del mito alemán, el judío no constituye una antípoda del germano, sino la ausencia misma del tipo – informe como raza y como alma – y como tal, bastardo. El exterminio deliberado – no mitológico, sino profundamente racional – no se yace escondido ni en la sala ni afuera de ésta, pues la película “Alemania” no tiene sino un único “star” (cuando el relator le pregunta a la marioneta – Hitler: ¿moralista o cínico?, la respuesta es: “Te pareces a Murnau, Lubitsch, Sternberg, Fritz Lang. A ti te admitieron en la Academia de Viena. Pudiste ser artista, erigir mundos en el Arte. Yo tuve que realizar el mío en la política. Tu no te sacrificaste; yo no rehuí y cumplí la misión lo mejor que pude (...) Amigos, alabemos el progreso del mundo. Un elogio de Adolf Hitler para el mundo después de mí. Qué significa el corto plazo de mi vida frente a la eternidad de mi vida posterior.” Syberberg: Hitler... Teil 3, Nosotros, los hijos del averno).
Friedrich Nietzsche, bajo la mirada de Edvard Munch
CINCO PROPOSICIONES SOBRE NIETZSCHE.


1. El primer hombre, según Zaratustra. – Hay que colocar en el pórtico de entrada a la Historia Universal una inscripción que diga: Incipit tragoedia.

2. Gran Estilo. – La exigencia nietzscheana del gran estilo no radica, aún cuando lo subraya a menudo el autor, en una resurrección modélica del clasicismo, la predilección por las formas arquitectónicas y, menos aún como lo vociferaban las instituciones del Reich hitleriano, en el rescate del la lengua pura del Volk (aquí cabe el chiste anticipado de Nietzsche: lengua pura en el “tonto-puro” - Parsifal): se trataría de hacer audibles las voces de la escritura. Su discípulo distanciado, y por ello fiel, Theodor Adorno lo expresaría en estos términos; simplemente pensar con los oídos.

3. Donde habría que ser herejes. – Como se sabe, Nietzsche y su filosofía jamás pactaron con el ambiente sociocultural de su época. En ese sentido, no otorgaba concesiones de ningún género hacia sus contemporáneos lectores: la suya es, verdaderamente hablando, una música del porvenir. Quien se precie a sí mismo como nietzscheano corre el riesgo muchas veces de representar el patético rol del mono zaratústrico, contentado en manosear sus textos a la espera que los otros le concedan el título de profundo. Nuestra aceptación hacia Nietzsche es más sincera, y por ello sabe desesperar, lo cual no significa eludir cierta contradicción estética presente en su proyecto. En su polémica contra Wagner, depositó sus esperanzas musicales en el almibarado arte del mediterráneo, confundiendo la danza de Zaratustra con la opereta italiana en boga. El sí afirmativo que oponía al decadentismo del nihilista, se traduciría así en el modernismo cómodo y tonal de la burguesía. Por este motivo, dudamos que el portentoso Dionisio de orejas cortas se satisfacía plenamente escuchando arias de Offenbach.

4. Paráfrasis. – No existen hechos ontológicos, sino una interpretación ontológica de hechos.

5. Auto da fe. – Repitamos, con todas nuestras fuerzas, esta enseñanza netamente nietzscheana: la fidelidad que hemos de asumir como filósofos no está vuelta hacia la filosofía, sino hacia nosotros mismos.
La F. eN.


Comentarios sobre "Here Comes the Warm Jets", de Brian Eno (1973).


Tras la partida obligada del conjunto Roxy Music, la carrera compositiva de Brian Eno se inicia justamente con esta su primera placa. Nuestra actualidad lo reconoce como aquel productor de nuevas sonoridades, una especie de "intervencionista" de bandas como U2, Depeche Mode o James, pero raramente se le menciona a partir de su trabajo creativo. Cuando, en la extinta revista argentina "Cerdos y Peces" reconocía en una entrevista que era un manipulador de sonidos, claramente esta declaración habría que tomarla literalmente: lo atestigüa simplemente esta primera obra musical, un pastiche multiforme de textos sonoros y letrísticos personales. La participación junto a Robert Fripp (King Crimson) o Phil Manzanera en guitarras produce aquella impresión un tanto dadaísta en el empleo de los medios tecnológicos (sonidos acerados, bruscos cambios de acentuación, uso de trémolos, delays o distorsiones de varios tipos). Pero Eno demuestra que quien comanda la escena sonora es él mismo, a la búsqueda de posibilidades constructivas que nada le deben a la escena progresiva o acústica de los años setentas: si existiese acaso la aplicación del término "música del porvenir" para el género pop, estamos frente a un LP que satisface plenamente esta exigencia.
Decimos género pop por excelencia, análogo a la escena plástica que le debe su nombre, pues se trata de acentuar (y, por qué no decirlo: exagerar) los materiales concretos del mundo industrializado y de consumo para así darles otras connotaciones lingüísticas. Este procedimiento no puede eludir cierta sensación "nostálgica" con el material, al punto de recibir tras su manipulación una impresión desencantada del mundo que nos circunda. Dicho en otros términos: no busquen en este disco al Eno de los ambientes new age, sino al compositor atrevido y violento (camino que los años setentas también lo recorren Robert Wyatt o John Cale). Dicha experiencia, digamos con justicia, no le es completamente suya, si tomamos como referencias a la generación alemana de rock, esos aplicados discípulos de Karlheinz Stockhausen que arman Ammön Düll, Can o Cluster...
Aquel piano que suena dentro de una piscina constituye el eco nebuloso de nuestras sonoridades actuales, tal vez con mayores recursos técnicos, pero ignorantes en su aplicación conciente. Al igual que Benjamin, Eno sintetiza sus micrologías sonoras con el rigor técnico que exige un buen montaje.


…Honra a tus superiores.
(Notas para una crítica inmanente sobre Saló de Pasolini).

“¡Ah, miserable perro!, si hubiera abierto un paquete de excrementos,
lo habrías olfateado con delicia y hasta lo habrías devorado.”
Baudelaire.


Si se trata de abordar un objeto estético cualquiera, tal vez el concepto de “crítica inmanente” sea uno de los campos más fructíferos para ello; en síntesis, lo que éste busca es de amplificar las relaciones comunicativas y expresivas (denotación y connotación, dirían los lingüistas) que almacena una obra artística, con el objeto de percibir en ellas si dichas relaciones se encuentran sólidamente articuladas entre sí. Puede decirse que una obra de arte es tanto más enfática y expresa contenidos mucho más universales mientras más endoconsistentemente estas relaciones estén sujetas. En una palabra, hablamos aquí de composición. Por ello, la crítica inmanente al objeto le es casi perentoria su acercamiento a éste – lo que no quiere decir que dicha cercanía sea pura identificación positiva en todos los casos; la crítica exige esta cercanía mas para tomar impulso propio, distanciándose al mismo tiempo de la obra en cuestión. Esta sería la razón por la cual la crítica siente indiferencia y hasta molestia cuando se ve forzada a entrar en relación con productos elevados a la categoría de “obra de culto”, denominación tan anodina y persistente en nuestro medio intelectual periférico.

Sólo como ejemplo: hablar de Saló o los 120 días de Sodoma, película dirigida por Pier Paolo Pasolini de 1975, es entrar dentro de un universo de imágenes y contenidos ciertamente problemáticos. De estos últimos, elegiremos la relación literaria del film con el fascismo. Barthes, en un breve comentario para Le Monde expone desde sus primeras líneas esta incomodidad crítica: “Saló no gusta a los fascistas. Por otra parte, como Sade se ha convertido para algunos de nosotros en una especie de patrimonio valioso, provoca un griterío: ¡Sade no tiene nada que ver con el fascismo! Por último, el resto, ni fascista ni sadeano tiene por doctrina inmutable y manejable encontrar que Sade es “molesto”. Por lo tanto, el filme de Pasolini no puede obtener la adhesión de nadie.”(1) Encontraríamos, sin duda, esta exposición del problema como efectiva si, al menos, supiéramos previamente lo que es fascismo o sadeísmo (excluyamos la denominación “sadismo” por el momento), es decir, si podemos diferenciarlos en tanto código – tarea que intenta Barthes en su comentario. Pero el film los pone entrecruzadamente, haciendo del señor fascista un libertino y de los republicanos (partisanos, en este caso) en víctimas de las agresiones desviacionistas del poder. En otras palabras, Pasolini está trabajando con modelos deliberadamente contradictorios. No sería precipitado reflexionar el poco elegante comentario, según el cual la película tapiza con tanta mierda la pantalla que impide contemplar el rodaje en sí. No es, desde luego, la consideración moral la que aquí hará de guardiana de la verdad (la que juzga una obra), porque ni los excesos de excrementos, las violaciones o las conductas onanistas de los señores viendo con prismáticos una laceración física grabada a fuego cuentan en un juicio estético. Algo no cuadra en el film, diremos. O sea, no da en el blanco, porque Saló se convierte en un flaco favor fílmico, que no es ni literario ni es político, puesto que no ha tomado en consideración las condiciones técnicas de aquello que cita. Literariamente: el universo textual de Sade, su puesta en obra, es mucho menos (y mucho más también) fascista de lo que aquí se exhibe. El supuesto campo de concentración de la isla de Saló – último reducto de una camarilla de burgueses italianos que arrancan tras la caída y el ajusticiamiento de su Duce, tratando de articular una Italia-modelo-en-el-exilio – adolece en el film de las sofisticaciones espaciales y teatrales que narra Sade; ausencia de la galería de los espejos (Filosofía del tocador), espacio virtual que la escritura incorpora para multiplicar los efectos del placer físico, como también la arquitectura del horror, con la bóvedas, los instrumentos de tortura y amplios sillones para el uso del libertino (Justine). Estos ejemplos son claramente visuales. Y agregaríamos un tercero que otorga consistencia textual dentro del sadeísmo, pero nulo para Saló: la orgía administrativa, una conjunción humana intermitente de placer, en el cual todos los orificios y fuentes erógenas son ocupados (bocas, pezones, anos, vaginas), escena de juego “deportivo” donde no hay espacio para el solitario o el simple par monógamo (2). La administración del placer sexual – completamente desligado de la orgía tribal – empalma siniestramente con la administración leviathanesca, de la industria, del espectáculo, los cuales no son sino los nervios centrales para un sistema “cooperativista”, como lo es el fascismo sin duda. Por cierto, la analogía aquí no es nueva. Walter Benjamin preveía ya la íntima relación entre la técnica cinematográfica (el montaje y proyección de un filme) y su utilización mediática por parte del fascismo: perder el “aura” de la obra es como en Baudelaire, aceptar el peligro siempre devenido del hombre moderno: “El cine es la Forma de Arte correspondiente al constante peligro (Gefahren) en que podemos sentirnos actualmente con nuestras vidas.”(3) Pero el fascismo en el contexto benjamineano tiene como fundamento de su esencia, su Wesen, la próxima guerra imperialista – el escrito data de 1936 -, en tanto lugar que prueba en la expresión cinematográfica la adaptación del aparato perceptivo y los montajes de los movimientos de masas afines a la “técnica reproductiva y de rodaje.” La relación entre el fascismo y la nueva técnica es, por lo mismo, ideológica. Y he aquí la dificultad o el peligro latente que el film de Pasolini aún no toma en consideración, porque, al igual que la ideología, la imagen del lente obturador produce la magia virtual invirtiéndola (véase la sutil distinción de Marx entre la ideología como si fuera una camera oscura en La ideología alemana: “Si en toda ideología, los hombres y sus situaciones aparecen invertidos como en una cámara oscura, este fenómeno emana de su historia natural, del mismo modo que los objetos sobre la retina emanan de su naturaleza física.”(4)). Un ejemplo literario de esta inversión es el préstamo que Pasolini realiza de Nietzsche; los “señores” de Saló siguen “leyendo” en clave canónica La genealogía de la moral, aquella que promete el übermensch bajo la miseria filosófica de cierta voluntad de poder – decimos “canónica” en el sentido más burlesco posible, en aquella construcción europea de Gentile, los teóricos del antisemitismo y los buscadores del Grial, románticos de anteayer. Extraña lectura que realiza, por lo demás, un lector tan cauto e ilustrado como Pasolini.

Cuesta creer a las claras el excéntrico interés del fascismo por una liberación radical de lo sexual (oscilante se muestra el film en este punto: la obligación de cagar, comer la mierda o contemplar un “matrimonio” hetero en pleno coito, no comporta en lo más mínimo una sintonización con la textualidad de Sade, para quien los extremos sexuales son un programa político por sí mismo, esto es, elevar el goce a la categoría revolucionaria de atentado contra las estructuras burguesas y piadosas). El fascismo comanda la escena del placer del señor – no del libertino republicano, repetimos -, puesto que ella no es sino la imagen latente, el deseo no del liberado, sino de la sumisión propia del homosexual. Se impone la Ley como tapadera ante una ley mucho más intensa (ese es la brillante exposición de Cortázar en su cuento La escuela de noche; la íntima relación entre el fascismo y la homosexualidad se explica por el desencanto del poder cuando adscribe la tesis de que el dominar es tanto más ser-dominado). La única “resistencia” al establishment del film es la del apóstata, cuyo signo negativo es un decidido puño izquierdo a pocos segundos de morir acribillado. Compartiendo el mismo mensaje para-marxista de otros creadores italianos en los años sesentas (citemos: Luigi Nono en música, o Emilio Vedova en pintura), la polémica generación de Pasolini tiende lentamente hacia los años setentas a la duda reflexiva sobre el fascismo, allí donde la decisión de rechazo decae en el anti-clímax más decepcionante (5). En palabras de Barthes, el fascismo no es un código estético – aunque soñaba con serlo, sin duda – sino que exige en su tratamiento artístico una posición política distanciada, o sea, no tomarlo bajo ninguna ligereza o ingenuidad. La fascinación moderna ante lo ponzoñoso y el sadismo vuelve a estar en circulación por los medias, en su nueva fase virtual que ha engullido lentamente a la realidad efectiva (efectividad total de la imagen, en un close-up más que notorio y en tiempo real, sin la distancia fílmica con la cual Pasolini exponía sus aberraciones en Saló). La engañifa de la película consiste en esto: si ya el sadismo convoca cierta belleza – pues lo “bello”, la apariencia, es la virtud ficcionante del cine por excelencia – y nos regocijamos en las desviaciones, otro tanto de fascismo pasa por detrás de los espectadores, los hechizados en la pantalla universal de nuestra sociedad… nosotros, los deseosos sin goce alguno.

LA FLOR ENFERMIZA. 09

NOTAS

1 Barthes, Roland: La torre Eiffel. P. 113.
2 Barthes, R: Sade, Fourier, Loyola. P. 156.
3 Benjamin, Walter: Discursos interrumpidos I. P. 52.
4 Marx, Karl: Oeuvres choises 1. P. 154.
5 Análoga a la duda reflexiva sobre el fascismo se encuentra la obra musical de Nono: su acción escénica Al gran sole carico d`amore (1975) es un collage representacional de ciertos hitos revolucionarios, en la voces de Tamara Bunke, 1905 ruso y la revolución cubana. Sin embargo, las conquistas electrónicas, vocales y de expresividad radical de sus proyectos anteriores ceden su impulso compositivo para confeccionar cuadros sonoros mucho más delicados, casi inaudibles, como si el compromiso revolucionario enfático quisiera participar más de la rememoración histórica que de las luchas del presente: la música de Nono – así como la puesta en escena de Pasolini – se vuelve tímido murmullo.
LA CATÁSTROFE COMO IMAGEN II .

martes, 1 de septiembre de 2009

La historia de mi vida (o "todos somos terroristas")



LUIGI NONO: A FLORESTA È JOVEM E CHEJA DE VIDA - .....SOFFERTE ONDE SERENE...

Dentro del escenario de la vanguardia electrónica, el compositor veneciano Luigi Nono ha de considerarse como uno de los más atentos experimentadores del sonido actual. Esta grabación, realizada para la extinta Deutsche Grammophon en 1979, nos introduce no sólo en el universo textual del compositor, sino que también en sus preferencias políticas ligadas a la izquierda y las problemáticas del Tercer Mundo. No en balde, una de sus obras más atrevidas (Como una ola de fuerza y luz, 1974) está dedicada a uno de los fundadores del MIR Luciano Cruz. Para esta grabación, el compositor señala: “La experimentación y la elección de los materiales se efectúan sobre un trabajo de búsqueda común y el análisis crítico de todos sus participantes, teniendo en cuenta tanto sus cualidades técnica y acústicas, como la semántica de los textos.”
Sólo resta por aclarar que todas estas experiencias del sonido concreto y electrónico darán pie para la confección de obras electrónicas en “tiempo real”, lo cual es la tónica más viva de la nueva producción sonora en nuestro tiempo. Dejamos aquí esta grabación íntegra, para los simpatizantes de Nono y también para sus neófitos… puesto que la obra del compositor se precisa de un auditor universal, esté donde esté.

http://rapidshare.com/files/271993236/Luigi_Nono__1979_.rar.html
CONFESIONARIO
(para todos - contra todos).


1. Tarea para el inteligíbile.- De cara a nuestra actual forma de vida, donde priman los intereses más pedestres volcados a la información entretenida y la vulgaridad del ocio dirigido, el oficio del intelectual nuevamente se ha hecho problemático. Quien ante los otros se autoproclama como tal, cae bajo el veredicto de ser sospechoso, es decir, declarase culpable por ser inocente. Si en aquellos horribles días de la dictadura pinochetista, la voz del intelectual buscó asilo, comprometiendo su discurso unido a las aspiraciones colectivas de la oposición, hoy el colectivo humano se ha retirado a sus confortables hogares, para planificar su escuálida existencia diaria, entre el trabajo enajenado y los créditos de consumo. La voz del bienpensante también hubo de modificarse con la sociedad a la que presta sus servicios espirituales: como el eco lastimero de la mascota cuando su amo no le toma en consideración, decidió no quedar a la zaga en colaborar ruinmente con la solapada sociedad fascista que hacemos gala. Y, sin embargo, el eco aquel no se ha retirado de su lengua cuando pronuncia la palabra “humanidad”, cáscara que, al destrozarse, evidencia un prieto fruto, descolorido y sin sabor alguno, no muy distinto del operario o el obrero tras una dosis narcótica. La resaca del intelectual, siendo más fina, le anuncia – sin que éste lo sepa claramente – la incómoda pregunta de saber si su existencia es o no correcta.

Como representante de la clase acomodada, el intelectual siempre hace el cómico papel de traidor de su clase, parecido al del filósofo en matrimonio, dice Nietzsche; juguetea con cierta rebeldía esnobista, un poco a la manera de los personajes que circulan por los libros de Fuguet. Pero esta traición no es en absoluto la más decisiva; el talón de Aquiles para cualquier intelectual que se precia como tal estriba en traicionar o no al nombre propio del que debe su oficio. Intellegibilis es el término latino que indica cierta “claridad expositiva”, la labor de iluminar o apartar de los mantos nebulosos a las cosas donde coloca su mano. En consecuencia, la verdad del intelectual no se encuentra en hablar a voz de cuello a la comunidad ya preformada, sino susurrarles, bajo el tibio hálito de su voz, cual si fuera un secreto, a la comunidad que ha de crear. Antes que confirmar el mundo, anticipar el suyo.

2. La lengua exiliada.– Atrofiado el pensamiento por la premura de responder automáticamente, sin vacilar, su notoria falta se nos manifiesta en el lenguaje. No simplemente porque la brecha entre una lengua culta formal y la cotidiana haya desaparecido; la uniformidad del lenguaje también refleja los pobres intereses con los que la sociedad se identifica. Síntoma más evidente es el reducido campo semántico que empleamos para comunicarnos. De ello, el lenguaje cotidiano no es más responsable de lo que se cree, sino aquella catástrofe a la que la cultura nacional fue sometida en todos sus niveles; por ello, la premura irreflexiva lo es tan propia del potentado hombre de negocios como del cesante. Esta reducción de vocablos, sin embargo, ha extendido sus tentáculos hasta en los círculos donde el lenguaje, al menos en apariencia, debería oponerle resistencia. En la poesía de nuevo cuño la trivialidad y la escena mediática se funden grotescamente con cierto compromiso ideológico de izquierdas. Las supuestas buenas intenciones del segundo quedan estranguladas a los servicios del primero; la poesía no canta por sí misma, sus lectores se tropiezan al declamarla, se pierde la musicalidad inherente y nada sabe de los matices con los que una palabra puede efectuarse en la dicción. Mala escritura porque antes ha devenido de un escaso hábito de escuchar y, en consecuencia, de un pensamiento reactivo, pavloviano que sólo responde a estímulos, pero que rara vez se ha preguntado a sí misma como expresión. Bajo este panorama insípido, sería preferible exiliarnos a las tierras del lenguaje, no sin antes escuchar la poesía que nos rodea; no pocas veces es posible distinguir el canto de un mirlo en medio de las urracas.

3. 11.IX.1972.- Vísperas al cumpleaños, los hombres comunes realizan sus preparativos, ocultando el interés propio bajo la débil coartada de “no acordarse de ellos”. Mi caso es más chocante: desde niño, la fecha me persigue con anterioridad, bajo las formas de espectros, miedos y los mensajes que el fascismo introdujo en la conciencia colectiva a manera de reacciones espontáneas. Al contrario del hombre común, el festejo no indica un año menos, sino la vergüenza de celebrarlo, a sabiendas que esa data secuestró la vida bajo la ignominia. Sin esta aclaración, no se entiende que yo, el festejado, se comporte como un simple invitado de piedra.

El hombre del destino (2 ª versión)



EX LIBRIS

Stéphane Mallarmé: Poésies. Preface de Jean Paul Sartre. Éditions Gallimard, 1966. Pour la préface, Lucien Mazenod, 1952.


Salud.


Nada, esta espuma, versos vírgenes
Que no designan más que una copa
Tan lejana una bandada se nota
Muchas sirenas al revés

Navegamos, ¡Oh mis diversos
Amigos! Yo, sobre la popa
Y ustedes, en lo fastuosos de una copa
Flotan los rayos y los inviernos;

Una ebria belleza me lleva
Su vaivén, sin que lo tema
Lleva en pie este salud

Soledad, arrecife, estrella
No importa cuándo valen
El cuidadoso blanco de nuestra tela.


Generalmente, en el universo de las publicaciones poéticas, una antología no sólo constituye cierta especie de “cuenta saldada” que la cultura realiza ante el escritor, sino que también testifica acaso la cancelación o cierre de la poesía misma. En efecto, toda recopilación dice a sí misma que la tarea ha sido finalizada, que el anonimato del poeta, sus innovaciones y sus mayores aciertos en las letras son ya del dominio público; la anonimia se convierte en biografía documentada, las innovaciones pasan a constituir otro género de expresión poética, y los aciertos son objeto de imitación. En una palabra, el autor antologizado tiene ya – por derecho propio, como también puede ser inmerecido – su determinado espacio social.

Por parte baja, algo de envidia ha de darnos la literaria vida francesa, no sólo en su esteriotipado chiste de ser “cuna de la poesía universal”, sino que en los bienpensantes burgueses aún es el lugar de reconocimiento y pertenencia social (en ese sentido, Bles Gana o “La Fronda Aristocrática” son documentos para analizar). Y, deberíamos sentir esa envidia en mayor medida cuando comparamos nuestras ediciones poéticas de escritores chilenos, con las ediciones de lujo que realizan los franceses sobre los suyos – no todos de procedencia francesa, cabe subrayar. Envidia del papel, de su impresión, de sus datos, de las ilustraciones, de sus notas a pie realizadas por especialistas, etc.. Este caso no es excepción: la conocida editora Gallimard lanza estos pockets con obras sobresalientes de su poética y narrativa y, en el caso de Stéphane Mallarmé, su efecto es, por decirlo cautamente, “contradictorio”. No por las intenciones divulgadoras de esta poética (teniendo en cuenta que su obra, inscrita en el siglo XIX, claramente atiende la problemática de la crisis del pensar y poetizar que caracteriza a las vanguardias posteriores), sino por la no tan sencilla tarea imposible de una antología poética de Mallarmé. El lector profano puede pensar que aquí, una recopilación nunca constituye una medida adecuada sobre el escritor, puesto que siempre cabe la posibilidad de que se ausente un texto, una opinión, un testimonio, un suspiro por el cual sería más deleitable y completa su obra. Pero tampoco es aquí solución una “edición completa” de Mallarmé, pues su obra poética constituye en sí una resistencia destructiva de aquello que denominamos como obra, es decir, un conjunto homogéneo y sin fisuras listos a su publicidad. En otras palabras, la obra mallarmeriana no es un fin en sí misma, sino que es el medio o transporte que debe reflejar la imposibilidad misma de la obra, de su constitución convencional. El poema pasa de su categoría material al estatuto de una idea, pura forma de la expresión (“Si el poeta puede aislar un objeto poético del mundo, es porque ya está sumido en las exigencias de la Poesía; en una palabra, ha sido engendrada por ella. Mallarmé concibe siempre esta vocación como un imperativo categórico. Aquello que coloca no es la urgencia de las impresiones, ni su riqueza, ni la violencia de los sentimientos. Es un orden.” Sartre, p.6). Ello explicaría, a la vez, la empresa de sus últimos días, consistente en la elaboración imposible del Livre, el poema universal a base de recortes sintácticos, palabras, escolios, colorarios distribuidos en un objeto de escritura – un libro que ya no contiene, por la naturaleza del material la expresión, sino que la rebasa (una excedencia de la que menciona Blanchot).
La lectura de su poética tiene – siguiendo este prefacio de Sartre – una decidida inclinación por el suicidio, la cancelación voluntaria que la poesía asume para salvaguardarse ella en el territorio de la letra. Niega entonces su posibilidad antológica – su inserción en el mundo, diremos – porque la poesía quiere ser ese acto que constituye mundo y lo organiza: “Negar es un acto. Todo acto debe insertarse en el tiempo y ejercerse sobre un contenido particular. El suicidio es un acto porque destruye efectivamente un ser y porque hace aparecer el mundo por medio de esa ausencia.” (Sartre, p. 10). A manera de encabezado para el primer cuarteto del soneto titulado Salud, Mallarmé inscribe la Nada (Rien), figura claudicante de todo aquello que es y que, desde la filosofía platónica se le identifica con lo ausente de los atributos y esencias por los cuales los entes pueden llegar a ser; la poesía comienza su discurso desde esta región de la ausencia (como dice Sartre, “el momento de la plenitud poética corresponde al de su anulación.”), y ello no es simplemente un acto gratuito, sino que obedece a su propia ley constructiva: sólo la ausencia (esa región de la nada) pueden crear una nueva poética por la cual la palabra se desprende de sus cargas y relaciones dominantes a la que se le inflinge. Entramos del reino de lo calculable, de la necesidad (valor de uso de la palabra) y lo evidente, a la gratuidad libre, el azar o el golpe de dados, como un Empédocles tratando de aunar las fuerzas de lo esfero y del kosmos en una misma tirada. Aún cuando Mallarmé sostenga la negación del azar (“La poesía niega el azar y lucha contra sí aboliendo el azar, porque tal abolición es simbólica; es del hombre”, p. 13), creemos que el poema parece concentrar él mismo su propia consistencia como poema, sin negar su pertenencia a una cadena significante más amplia; es en sí un objeto necesario – por ello debe abolir su azar – pero, a la recíproca, no pudiendo renunciar al universo del azar sólo le resta simbolizarlo. Por ello, este texto denominado simplemente como Poésies no es sino la simbolización del gesto poético mallarmeriano, una especie de reducción o pequeña escala de la tarea imposible de constituirse obra, es decir, la poesía sólo le pertenece a ella; ella sería ese recorte del mundo que no calza en él, por su exceso. Denuncia a la antología por su fraudulenta intención de querer decretarse como valor obra, cuando no existe poema alguno que lo sea; su medida o verdadera intención es constituirse bosquejo, como su inocente tarea (Hölderlin).
SANTA SIMPLICIDAD
(el perro de fuego)

sábado, 8 de agosto de 2009


PANORAMA DE LA ESCENA MUSICAL ITALIANA.
(Notas a propósito del LP Música camerística contemporánea, 1978).


Luigi Rognoni, destacado crítico de música, cualifica bajo la expresión contenido significante a la realización artística de la entonces joven generación de los sesentas en su país. Esta formulación tan concisa, expresa ella misma cierta paradoja; en efecto, si los contenidos musicales no son otra cosa que su materialidad sonora, puro fenómeno acústico que el artista reviste bajo el rótulo de expresión, poco o nada podrían vincularse éstos con el campo de la significación pura, donde el signo se precisa limpio de cualquier vínculo con las notas de la sensibilidad. Problema aparentemente fenomenológico, si juzgamos que la cita precedente proviene de su texto Fenomenología de la música radical, publicado en 1966. ¿Cómo abordar esta formulación? ¿A la luz que promete toda fenomenología, es decir, dando cuenta de cierta intención para captar tal o cual fenómeno bajo una conciencia? Por cierto, estas preguntas tienen un determinado contexto límite por el cual Rognoni ha de ser el primero en reconocer; se trata de comprender, bajo esta paradigmática formulación, aquello que la música italiana contemporánea está desarrollando como lenguaje estético y, más precisamente, como experiencia perceptiva. Si nos atenemos a lo que Merleau-Ponty señala sobre la constitución de mundo, a saber, que con anterioridad a todo conocimiento – y, por lo tanto, a cualquier construcción que realizamos en pos de su accesibilidad -, el mundo ya estaba presente con anterioridad a cualquier análisis, podríamos formular que es la obra musical ese “anterior” que presupone todo aquello que Rognoni calificaba como su contenido significante.

Preguntarnos por la constitución de un mundo estético como lo es una obra musical, no es otra cosa que poner el acento en su elaboración, la composición. No en el obtuso sentido de su ser mismo (clásica escena ontológica ¿qué es – en potencia o acto – componer?) y, menos aún, respondiendo bajo términos tan polivalentes como belleza, perfección o complitud. Una posible respuesta nos la ofrece el compositor Franco Donatoni: “Componer implica menos producir una obra que someterse a las condiciones de la obra misma” (Bosseur). En su composición Souvenir de 1967, queda estampado su método de elaboración: la obra consiste en una manipulación de dos materiales previamente elaborados – 363 fragmentos de la partitura orquestal Gruppen de Karlheinz Stockhausen junto a ciertas citas de los opus 9 y 18 de Arnold Schönberg – los cuales son transformados casi al punto de un grado cero perceptivo. Para ello, Donatoni constriñe los espacios sonoros de cada fragmento, dándoles el carácter puntillista que caracteriza a la obra completa. La estratificación de estos tiempos instrumentales se expresan por medio de variadas técnicas interpretativas: stacattos y sul ponticello en las cuerdas, frulattis y el uso de sordina en los vientos, pizzicatos en el piano. Claro está que aquí la percepción viene a ser el vehículo por el cual se nos presenta un determinado contenido narrativo musical – y diremos “narración” en el sentido menos literal posible; lo que la obra nos pudiera “contar” acaso equivale al despliegue por el cual acaece ella, interrumpiendo el continuo temporal o, mejor dicho, haciendo rendir al tiempo de otra manera, en su forma más sensible o material. La joven vanguardia italiana toma en serio el valor concreto de la pura sonoridad, ejercicio común abierto tras una nutrida y contradictoria experiencia con las nuevas configuraciones timbrísticas; si bien el “modelo” en este punto es Webern (aún cabe la pregunta por la autodesignación que realiza la vanguardia desde 1945 como postwebernianos), la música italiana no renuncia sin más a su tradición lírica y dramática que le pertenece. Bruno Maderna podría calificarse aquí como la síntesis de ambas expresiones, su juzgamos estéticamente en la audición de su Serenata n º 2, una “ejecución viva del campo de la Klangfarbenmelodie.” Este término supone la asignación atomística de una melodía, siendo su principal antecedente, tal vez, la intuición de los leit-motivs wagnerianos. En síntesis, esta “melodía de timbres” se aplica sistemáticamente en las elaboraciones divisionistas melódicas: “En los trabajos puntillistas, los cambios de los colores instrumentales se extienden al máximo, a menudo acompañados de fuertes contrastes dinámicos. Los instrumentos no tocan más que una o dos notas de la melodía, pasando por otro instrumento de diferente color tonal” (Brindle-Smith). El resultado de este procedimiento arrastra consigo no sólo al sentido interno de la música como lo es el tiempo, sino que también establece un espacio, correspondiente a la exterioridad de la obra. Kantianamente hablando, la música contemporánea italiana se establece como plano semántico dentro de las dos formas puras de la intuición, poniendo en suspenso aquel postulado por el cual el objeto sonoro es simplemente un arte temporal: “Baste recordar que la notación en el arte de la música es esencial, no accidental. Sin escritura no habría ninguna música altamente organizada (…) Semejante relación cualitativa de la música con sus signos visibles, sin los cuales no podría ni durar ni elaborar el tiempo, apunta de manera sensible al espacio como condición de su objetivación.” (Adorno). Ateniéndonos solo a una mirada comparativa, muchas de las partituras contemporáneas de la nueva música hacen remisión a ciertos productos de la vanguardia plástica, en tanto se tomen como modelos de organización interna. Basta recordar, en este punto la confluencia entre Schönberg y Kandisnsky, quienes hablaban indistintamente de sus “problemas estéticos”. Aún cuando la denominación immagine soggettiva caracteriza a la obra Aubade de Camilo Togni, pensamos que sólo ilustra un costado de aquella. Elaborada sobre al base de tres timbres continuos (flautín, clarinete, violoncello) en contraste con otros tres discontinuos (vibráfono, arpa y clavecín), sus acontecimientos sonoros están separados por dos franjas blancas; el silencio cumple aquí una función arquitectónica, puesto que permite serializar en tres cuadros el total de la obra. El procedimiento, sin embargo, no guarda vínculo con alguna intención narrativa – como si en el despliegue de estos tres momentos hubiese una historia tripartita que contar, técnica propia de la estructura sonata A-B-A. Es más bien cierta analogía con el tríptico de la pintura moderna, en especial, Francis Bacon: “(…) los tres cuadros quedan separados, pero no están aislados; el marco o los bordes de una cuadro no remiten nunca a la unidad limitativa de cada uno, sino a la unidad distributiva de los tres.” (Deleuze).

Al hablar de notación en el sentido grammatológico – en síntesis, una cuestión de estilo; no olvidemos que el estilete es también el instrumento que inscribe en la madera o metal en el arte del grabado, tal como Platón exigía de la escritura como un testimonio de la memoria -, parece que es éste el ámbito por el cual habría que entender una significación musical. Cuando los contenidos fenomenales se registran en una notación personal, un acuerdo entre los hallazgos técnicos con una manera de poder interpretarlos, la nueva música encuentra sus propias leyes de articulación del signo o, lo que es igual, síntesis entre un significante y un significado. Volviendo a la formulación inicial de Rognoni, su posición estética se nos muestra subjetiva, entendido esto como “conciencia histórica del autor”. Con ello desplaza el momento de anterioridad que su formulación parecía otorgarle, puesto que es la obra el lugar por el cual un autor o compositor debe así su nombre. El problema es un tema eminentemente filosófico, que exige pensar el contenido significante no aislando sus términos, es decir: por un lado, no reduciendo el fenómeno sonoro como puro signo (“Una sonata, una sinfonía, una ópera no subsisten más que el tiempo de su ejecución”. Gilson), pero por otro, tampoco coagulando el valor del signo como mero fenómeno – pues lo único que realizamos en la conciencia es la diferenciación entre un sonido u otro, sin interrogar en lo absoluto por su dirección y comprensión del mismo. Por el contrario, contenido y significación son constitutivos y recíprocos: todo fenómeno remite a una significación para entenderse a sí mismo como fenómeno mientras que, independiente de su naturaleza, el signo codifica mnemónicamente aquello que experimentamos como fenómeno. Basta aquí un último ejemplo. Aún sin contar con la partitura ante nuestros ojos, la obra musical Concerto per pianoforte de Aldo Clementi posee – como pocas experiencias de la nueva narrativa contemporánea – una claridad expositiva, sin renunciar a la radicalidad de su propuesta estética. Los materiales tratados se mueven en tres niveles diferenciales; los timbres de plataforma (trompeta-armonio-corno), los sonidos que forman un elástico arco melódico (fagot-trompa) y las intervenciones “puntillistas” ejecutadas por violas y un piano preparado. Tiempo y espacio juegan a ser un soporte plástico a lo largo de todo el continnum musical, exigiendo en su audición una reconstitución de su propia escena. Libre juego de la imaginación que, refutando la observación kantiana de la música como un pasatiempo que distrae y dificulta toda labor analítica (CJ 53), establece la rigurosa tarea de ligar cadenas significantes, algo no muy distinto que cualquier trayectoria realizada en el pensamiento.

LA FLOR ENFERMIZA, julio-agosto 2009.


BIBLIOGRAFÍA SUMARIA.

Adorno, Theodor: Escritos musicales I-III. Akal. Madrid. 2007.
Brindle-Smith, Reginald: Serial composition. Oxford University. London. 1966.
Bosseur, Dominique et Jean-Yves: Révolutions musicales. La musique contemporaine depuis 1945. Minerve. France. 1993.
Deleuze, Gilles: Lógica de la sensación. Arena Libros. Madrid. 2005.
Gilson, Étienne: Peinture et réalité. Libraire Philosophique J. Vrin. France. 1972.
Historia de la música Códex (Vol. V, n º 116). Fratelli Fabbri editori. Milán. 1964.
Lyotard, Jean François: La Phénoménologie. Presses Universitaires de France. París. 1969.

viernes, 7 de agosto de 2009


Música Camerística Contemporánea
(Solisti di Teatro Musica. dir. Marcello Panni)

edizioni Suvini Zerboni. Coproduzione Italia.
1978. ITL 70031 Stereo HIFI

1. Franco Donatoni (1927-2000): Souvenir - 1967 (12:33)
2. Camilo Togni (1922-1993): Aubade - 1965 (4:44)
3. Bruno Maderna (1920-1973): Serenata n º 2 - 1957 (11:48)
4. Aldo Clementi (1925-): Conceto per pianoforte e sette strumenti - 1970 (10:45)

LINK: http://rapidshare.com/files/263479049/Musica_Cameristica_Contemporanea__1978_.rar.html
A contar de este número, se publicará completo este artículo de Lyotard en tres partes; la traducción ha intentando respetar - en la medida de lo posible - el estilo vertiginoso de esta etapa "económica libidinal" propia de este autor (1973, A partir de Marx y Freud, libro con que se abre esta dimensión experimental y lúcida lyotardiana - nota de LA FLOR ENFERMIZA, agosto 2009).
FREUD SEGÚN CÉZANNE.
(en Jean François Lyotard: Los dispositivos pulsionales. Union Génerale d`Éditions, 1973. pp. 71-93).

La pintura y la ilusión.

Cuando se relaciona el psicoanálisis con el arte, se pueden aproximar ciertos hechos que siempre se han recomendado por Freud. Antes de emprender una nueva recensión hecha ya por otros (Kaufmann 1971, Kofman 1970, Lyotard 1969) en esta eventualidad, se prefiere así proponer una problemática un poco distinta; en parte remarcar al menos en apariencia. No se trata siempre de aplicar un cierto saber psicoanalítico sobre una obra y formar un diagnóstico de ella o de su autor, al igual que si uno tratara de construir uno a uno todos los lineamientos por los cuales ella está relacionada con el deseo de quien escribe o pinta. Más aún: como si se situara en el corazón de la actividad creadora un espacio emocional abierto por la marca original, de responder a la petición de un sujeto (Kauffmann, 1967). Faltaría que la relación epistemológica del psicoanálisis con la obra esté constituida por todos los casos unilateralmente; lo primero sería el método que se aplica a lo segundo en tanto objeto. Reintroduciríamos la dimensión de transferencia en la concepción de la producción artística, que no está restituida por el porte inventivo y crítico de la forma misma de la obra (Ehrenzweig). La resistencia de los estetas, historiadores del arte, artistas a una distribución de tales roles procede, sin duda, de aquello que es puesto en relación de un objeto pasivo, una obra que ellos conocen (con diversos títulos) y el poder de producir nuevos sentidos. Esto sería interesante invirtiendo la relación, examinando si esta actividad inaugural y crítica no podía aplicarse al objeto “psicoanalítico” más que como una obra. E interrogar, de cierta manera, descubriendo en el hueso de la concepción freudiana del arte, una disparidad notoria de status entre las dos artes que forman sus polos de referencia; la tragedia y la pintura. Si la fuerza de producir objetos no se realiza solamente en el deseo – pero en las cuales se vuelve reflejo o inversión – la fuerza libidinal crítica sea tácitamente acorde con la primera o sea reorientada a la segunda.

J. Starobinski (1967) ha mostrado, de cierta manera, las figuras trágicas de Edipo y Hamlet, que son objetos privilegiados de la reflexión freudiana válidos y, sobre todo, como operadores para la elaboración de su teoría. Si no hay un libro o artículo de Freud sobre Edipo o, a fortiori, sobre Hamlet, es que las figuras de los hijos del rey muerto juegan para el inconsciente – al menos, epistemológicamente – de Freud una suerte de cibra o reja que, aplicado al discurso de análisis, va a permitirle entender aquello que no dice, de reagrupar los fragmentos de sentidos disparados, esparcidos en el material. La escena trágica es el lugar en el cual está relacionada la escena psicoanalítica como fin de interpretación y de construcción. El arte es donde el psicoanálisis pone sus medios de trabajo y de comprensión. Es claro que una relación tal no sería posible y no cambiaría su ser si el arte, la tragedia, ofreciera ya no un análisis sino una representación privilegiada de aquello que es la cuestión del análisis, el deseo del sujeto en su relación con la castración (Green). Tal es, en efecto, el caso de la tragedia griega o shakespeareana; y como tal en una obra plástica como el Moisés de Miguel Ángel. Lacan hace un uso semejante de la novela de Edgar Allan Poe, “La carta robada”, para construir su tesis del inconsciente análogo al lenguaje.

Si nos ubicamos en la pintura, se observa que ella ocupa, en el pensamiento de Freud y en la teoría psicoanalítica en general, una posición muy distinta: las referencias al objeto pictórico son muy numerosas en los escritos, desde el inicio hasta el fin de su obra; un ensayo entero le es consagrado (Freud, 1910). Pero, sobre todo en la teoría del sueño y del fantasma veríamos el mayor acceso a la teoría del deseo, construido como una “estética” latente del objeto plástico. La intuición central de esta estética es que el cuadro, al mismo tiempo que la escena onírica, representa un objeto, una situación ausente, que abre un espacio escénico en el cual – a falta de las cosas mismas, sus representantes – pueden ser dados a ver al menos, y que la capacidad de acoger y hospedar los productos del deseo se completan. Como el sueño, el objeto pictórico está pensado según la representación alucinatoria y de señuelo. Se toma este objeto con las palabras que le describen y que van a servirle para comprender el sentido (esto es, para Freud el disipar), convirtiendo toda imagen onírica o el fantasma histérico en discurso, conduciendo la significación sobre su localidad natural, las de las palabras y la razón, arrojando el velo de las representaciones, de coartadas, encontrando aquello que ella oculta (Freud, 1895; 1900).

Esta asignación de la obra pictórica, en tanto muda y visible, reside en la región del complejo imaginario del deseo, retornando al corazón del análisis freudiano como función del arte. Freud distingue dos componentes en el placer estético: un placer propiamente libidinal, que proviene del contenido mismo de la obra; por tanto, aquello nos permite – por identificación con el personaje – cumplir nuestro deseo en cumplimiento de su destino. Pero, por decirlo así, previamente placer procurado por la forma o la posición de la obra que se ofrece a nuestra percepción como un objeto real, como una suerte de juguete, de objeto intermediario a partir del cual estamos autorizados a conducir y pensar como aquello que es admitido y, con lo cual, el sujeto no tendría que rendir cuentas. Esta función de desviación para relacionar la realidad y la censura, Freud la intitula “primado de seducción” (Freud, 1908); en una situación “estética” como lo es el sueño, una parte de la energía de contra-investidura empleada para rechazar la libido, es liberada y restituida (bajo la forma de energía libre) al inconsciente, que produce las figuras del sueño o del arte: así, en ella, se rechaza todo criterio realista que le permite a la energía descargarse de manera regresiva, sobre la forma de escenas alucinatorias. La obra nos ofrece entonces un primado de seducción en aquello que ella nos promete en su solo status artístico, elevando las barreras de la represión (Freud, 1911). Se ve que el análisis del efecto estético tal, tiende a identificarse como un efecto de narcosis. Lo esencial es la realización de la realidad que es el fantasma. Desde el punto de vista propiamente formal, esta hipótesis tiene, como contrapartida, dos actitudes: 1) ella conduce un privilegio del “sujeto” (el motivo) en la pintura; la pantalla plástica será pensada conforme a la función representativa, como un soporte transparente detrás del cual se desarrolla una escena inaccesible. Por otra parte, 2) invita a buscar, escondida sobre el objeto representado (p. e. el grupo de la Virgen, su Madre y sus hijas; Freud, 1910) una forma – la silueta de un buitre – suponiendo determinante la fantasmática de la pintura. En igual medida, se puede eliminar del campo de aplicación del psicoanálisis toda pintura no representativa, y el método de toda “lectura” de la obra que no se ajuste el primero y repare el “discurso” del inconsciente de la pintura; serían, en efecto, figuras fantasmáticas. A fortiori, falta reconocer tomando, con las solas categorías de esta estética, una obra pictórica, o sería precisamente criticada por los medios plásticos la “posición estética” donde Freud piensa que ella tendría un valor narcótico por la censura. Entonces, no es excesivo pensar que todo aquello que importa en pintura a partir de Cézanne, favorece largamente el adormecimiento de la conciencia y realizaría el deseo inconsciente del artista, tendiente al contrario, a producir sobre el soporte suertes de análogos del espacio inconsciente mismo, que no puede suscitar más que la inquietud o la revuelta. Y, ¿cómo falta contar en esta misma perspectiva, tentativas realizadas en todas partes hoy en día por los pintores, pero también por los hombres de teatro o por los músicos, para hacer salir la obra de su neutralidad (el edificio cultural: museo, teatro, sala de concierto, conservatorio) o de la institución que la relega? ¿Aquello que ellos no ven, la destrucción, sobre la obra y sobre su posición, este privilegio de irrealidad que, según Freud, le conferiría el poder de seducción? Es claro que hoy en día la situación de la obra no parece en nada satisfacer estas condiciones exigidas por la estética implícita de Freud: la obra des-realiza la realidad, tanto que ella no se ve como realización, en el espacio imaginario, de las realidades del fantasma.

Se podría indicar, en algunas notas, el sentimiento que suma todo; si los análisis de Freud en materia de arte plástico parecieran inaplicables hoy, es porque la pintura está deviniendo profundamente diferente: ante todo, diríamos que, al inaugurarse la revolución psicoanalítica, ella no tiene por misión anticipar la revolución pictórica. En este olvido de aquello último ha incidido bajo sus ojos, y entre los primeros escritos (1895) y los siguientes (1938), durante un pequeño margen de siglo, la pintura no sólo ha cambiado de sujeto – en forma de problema – pero el espacio pictórico “puesto” por los individuos del Quatrocentto, se encuentra en ruinas, y con ello el puesto de la pintura sería el centro de la concepción freudiana, faltando la función de representación. Que Freud no haya visto por sus ojos esta transferencia crítica de la actividad pictórica, este verdadero desplazamiento del deseo de la pintura, no se ha tenido en cuenta más que una posición exclusiva de este deseo, la escenografía italiana del siglo XV; no nos puede asombrar que el trabajo crítico comenzado por Cézanne, continuado o repetido en todo sentido por Delanay y Klee, por los cubistas, por Málevith y Kandinsky, verificaría que no habría más que producir una ilusión fantasmagórica de profundizar sobre la pantalla tratada como vidrio pero que, al contrario, hace ver las propiedades plásticas (líneas, puntos, superficies, valores, colores), donde la representación no se agota por sus efectos; no tendría más que cumplir el deseo de ilusionar, pero descubriendo metódicamente, exhibiendo su maquinaria. Ignorancia tanto más sorprendente, dice Freud, de esta inversión de la función pictórica, teniendo en consideración parental el retorno a la función del conciente para el mismo análisis freudiano; uno y otro se inscriben como efecto de superficie de un vasto trastorno subterráneo que portaría (o porta aún), atento a la cama de apoyo del edificio social y cultural occidental. Pues esto, en cuestión, a partir de los años 1880, a través de las sacudidas escalonadas según la naturaleza del campo interesado, es la posición misma del deseo del Occidente moderno; es la manera en que los objetos, palabras, imágenes, bienes, pensamientos, trabajos, mujeres y hombres, nacimientos y muertes, enfermedades, guerras, entren en circulación en la sociedad y en sus cambios. Si falta situar esta transposición del deseo anónimo que sostiene la institución en general y la vuelve aceptable, se diría grosso modo que antes este deseo se cumpliría en un régimen de cambios que imponen al objeto un valor simbólico, tanto como el inconsciente del neurótico produce y pone en relación de representantes del objeto rechazado según una organización simbólica de origen edípico; tanto que, a partir de la mutación en nuestras palabras (y donde el efecto es estudiado por Marx sobre el campo económico), la producción y la circulación de los objetos cesan de estar regulados por referencia a valores simbólicos y, de ser imputados a un Donante misterioso, pero obediente a la sola “lógica” interna como sistema, un poco como las formaciones de la esquizofrenia, pareciendo escapar a la regularización que la neurosis debe a la estructura edípica, y no obedecer más que a nada, a la efervescencia “libre” de la energía psíquica. Es una hipótesis admisible que el evento-Freud procede de tal mutación en el orden de la representación discursiva y que, en la representación plástica y, particularmente pictórica, es análogo al evento-Cézanne. Falta comprender los motivos o las modalidades de esta ignorancia del segundo por el primero; y, condición que sigue, mostrar en cuál obra de Cézanne certifica la presencia de un desplazamiento tal en la posición del deseo – como el deseo de pintar – y, por consecuencia, en la función misma de la pintura. Examinemos un poco sobre este ángulo el recorrido que traza esta obra y los elementos en los cuales se inscribe.

(continuará)

fe de errata

mientras unos soñaban
tintineantes letras por los cielos
otros las escuchaban en su pensamiento...

domingo, 21 de junio de 2009

Allí donde la palabra fracasa.


En el fondo de esas bocas calcinantes
y las imágenes vaporosas
el decir ha llegado tarde.

Ni como invocación
que pide acaso garantías;
nada puede sino decirse
mientras se remueven las cenizas.

Sólo la mudez
aún no resignada al silencio
es capaz de romper el sortilegio
aquel en donde la palabra fracasa.

sábado, 20 de junio de 2009

MANOS DE PIERROT.

In der Geschichte von Kunst sind Spätwerke die Katastrophen. Esta frase con la cual Theodor Adorno remata su texto El estilo tardío de Beethoven (Cfr. Moments musicaux, Suhrkamp Verlag, p. 17), no constituye sino el más fiel epígrafe para iniciar, desde aquí, una reflexión a la música contemporánea del siglo xx. Lo que ya en Europa ha pasado a ser un apéndice más de su tradición cultural – a riesgo de haber neutralizado con ello sus contenidos problemáticos -, en nuestras tierras, sus productos más auténticos y radicales son obras tardías, como si nuestros abuelos aún tuvieran algo importante que decirnos al oído. Este panorama “diferido” no dicta sentencia alguna de un atraso cultural o de la escasa atención del auditor medio de consumo musical y, menos aún, una crítica altanera contra los peritos musicales y su gremio por no ser más insistentes en la difusión para la nueva música. El acento debe recaer en tanto posibilidad para replantear el significado que implica el quiebre que la expresión artística contemporánea ha hecho suyo en la conciencia colectiva de su público. Por curioso que parezca, es ahí y no en otro lugar donde reside su actualidad plena. Contra la mayoría de los oyentes que estiman haber tenido una experiencia actual con el objeto artístico sólo por el año de edición, sería pertinente subrayarles que, en cuestiones de arte, la actualidad raramente coincide con el tiempo cronológico; ésta se decide más bien como una chance, una oportunidad en la cual la obra, tal como el salteador, nos sustrae inesperadamente (1) “quitándonos todas nuestras convicciones” (la alegoría es de Benjamin, referida al arte de la cita). Pero con ello, hemos de exigir al menos un modelo donde se manifieste lo que aquí decimos.

Compuesta en el año 1912, el ciclo poético de Albert Giraud Pierrot Lunaire, consta de una selección de veintiún poemas musicalizados camerísticamente (flauta / flautín, clarinete en La, violín, violoncello y piano) más una voz recitante. Considerada como una de las obras ya clásicas del atonalismo expresionista, no obstante que anuncia formalmente aquello que Schönberg patentizará como “dodecafonismo” – esto es, la configuración musical del discurso emanado de una serie organizada libremente por el compositor -, el protagonista Pierrot (personaje típico de clown) atraviesa su vía crucis a lo largo de todo el ciclo poético. La pieza número dieciocho se titula Mancha Lunar: la naturaleza nocturna ilumina con sus rayos la triste estampa de Pierrot, el que confunde esto con una mácula que no puede remover (“Frota el corazón, lleno de rencor / un pálido rayo de luna.”). Toda la escena simbolista de Giraud obliga al compositor a expresar esta angustia, a registrarla de alguna manera; es ese sentido, el lenguaje consonante y tonal parece ya insuficiente como medida. Unida a esta dificultad, la tarea se duplica por la elección de una reducida plantilla instrumental: cada uno de los medios elegidos debe explotar sus más inusitadas posibilidades de ejecución y combinatorias, a fin de responder estéticamente con las imágenes que el ciclo poético porta. Esta pieza en cuestión elige un denso entramado contrapuntístico, que parece deshilvanarse a nuestros oídos y, no obstante su escritura afirma lo contrario, pues un doble canon polifónico (flautín-clarinete y violín-violoncello) se desarrolla paralelamente con una intención fugada en el piano. El oscuro y soterrado ambiente de la noche contrasta plenamente con el lastimero Pierrot vocal que no canta, sino que expresa vocalmente sus propios estados del espíritu. La dramatización escénica (2) rompe no sólo con la función narrativa del poema, sino también con su apariencia cantabile: el personaje duda, en su inflexión vocal, si ha de “encontrase con su buena fortuna” (cp. 5). Sin embargo, donde se siente aún más fuerte este abandonado a la tradición musical es en el penúltimo verso, cuyo canto melismático (“bis an den frühen Morgen”) se rompe abruptamente en la ruda declamación en semicorcheas de “un pálido rayo de Luna” (cps. 18-19 (3)). No obstante, donde claramente se nos presenta cuánto de tardía y catastrófica es la música contemporánea para el oyente, será necesario consultar por el resultado interno que esta pieza conduce, exigüa a más no poder – casi un minuto de duración. Aún cuando adeuda con la tradición musical europea el empleo de células motívicas que articulan la forma y el contenido sonoro, es en los resultados donde se presenta la ruptura con dicha tradición. Desde Bach en adelante, el uso del motivo estaba reservado para desplegar, justamente, todas las posibilidades narrativas del discurso musical; incluso la forma y el tratamiento dejaban a la luz la recurrencia a éste, como si todo derivase de un puro germen original. No es mera casualidad que en los albores de la modernidad (común al predominio científico y a la racionalidad), este motivo se le diera el apelativo de sujeto, en tanto conductor de la obra artística en sí. Schönberg, por el contrario, articula cada motivo en un encadenamiento que, a la larga, no hace otra cosa que diseminarse en migajas; la figura tresillo do, si bemol, mi que emite el clarinete ya en su primer compás de la pieza, genera por sí mismo todas las relaciones melódicas, sea en su estado fundamental o en sus variadas inversiones, hasta su atomización como discurso – emparentándose con la pura gestualidad de ese triste clown. Auflössen es la denominación alemana que podría definir esta desintegración interna del objeto artístico. Así también como en Schönberg, la experiencia frente a la obra de Berg o Webern exige un considerando similar, como si el sonido, en vez de entregarse a cualquier restauración ficticia, queriendo conjurar a la historia trágica de su tiempo, prefiere capitular como discurso, renunciando empero a lo que se espera de una obra. En este caso, la expresión más fiel de este sufriente Pierrot dicta al desarrollo musical la extinción de sí mismo y del mundo natural que lo acompaña. Allí donde la tradición artística aún confiaba en cierta relación natural con los materiales, la expresión contemporánea le opone su lenguaje diferencial, conflictivo, so riesgo de perecer por mor a su propia fidelidad estética.

En la historia del arte las catástrofes son las obras tardías… la mano de Beethoven (de LUDWIG), aún trémula en sus últimas composiciones, era capaz de desarrollar mundos. Schönberg, sin alejarse del ese temblor próximo a la muerte, vivirá por dos veces la catástrofe de Occidente. Mano radiografiada (de Pierrot/de ese desconocido) que testifica el dolor sobre el escenario de la historia, inane ante el sufrimiento que registra, una y otra vez, la escritura musical contemporánea.

Notas del texto:

1 La dimensión kairóslógica (del griego kairos) revela, en parte, esta otra concepción de actualidad, a la que la obra tardía tiende a realizar. Esto es, inaugurar cada vez el inicio de la historia.

2 Al contrario del juicio esteticista del auditor, la obra alcanza una experiencia más nítida en la contemplación visual de la escénica expresada en la soprano recitante, en sus titubeos y paroxismos corporales. Tal vez, una de las características más sobresalientes en la nueva música, hasta hoy, radica en su puesta en escena en tiempo real, que ha de leerse como parte integrante que la obra moviliza, en tanto componente estético.

3 No es casualidad que estos procedimientos vocales, extraterritoriales al común canto melódico, hayan sido reasignados y desarrollados por la joven vanguardia musical de los años cincuenta y sesenta. Claramente, Pierrot Lunaire – opus 21 de Schönberg – es el modelo estético de la obra de Pierre Boulez Le marteau sans maître, sobre textos de René Char. Pero esta reasignación no se produce sin dificultad; tal como lo expresó Boulez, la técnica del canto hablado (Sprechgesang), entendida como aproximación de un sonido determinado, sólo permite aplicarse a valores temporales mínimos, “debido a la brevedad de su emisión”. Esa brevedad constriñe, entonces, el despliegue lírico que exige siempre un poema como tal (cfr. Boulez, P: Puntos de referencia. P. 328).

LA FLOR ENFERMIZA, junio 2009.

INSERTO: CARTA ABIERTA PARA LA FAMILIA MARTÍNEZ.

“Desde que Babel ha confundido todas las lenguas – aún resta aclarar de este mito si constituye una maldición o bendición para nosotros – también ha hecho sospechoso comunicarnos incluso si de un solo idioma se tratase…” Originalmente, el primer mensaje vuelto hacia usted principiaba con esta reflexión. Pero, tal como hubo llegado más tarde, la imagen elegida para iniciar este envío decidió ser la botella al mar. Esta elección no se debió únicamente a cierta predilección por Cortázar (1) o por su letra, sino más precisamente por cierta lógica que se sustrae a toda “devolución” o cualquier lógica de intercambio (2); para éste la comunicación más genuina radica en la lentitud con la cual una botella a la deriva, a merced de las corrientes y meandros más insospechados, puede así recorrer grandes distancias – distancia que, en algún lugar lo señalé, consta de un recorte del año 1993 (cfr. EL SEPULTURERO II, nota 4, material prescindible de lectura). Suerte de chance o “amor fati” - divisa recurrente del último Nietzsche, ése de las grandes esperanzas y del breve tiempo -, donde siempre está abierta la posibilidad o double bind de encontrar o no al destinatario, su destino…

(como una carta)

“No que no llegue nunca a su destino, pero es propio de su estructura el poder, siempre, no llegar”. (Derrida: La tarjeta postal )


Y creemos que no hay carta alguna que no porte en su interior cierta restitución dirigida al destinatario que sea. No sin cierta fatalidad (Babel o la tempestad, el “Sturm”), si pensamos por un momento en las implicancias habituales del término: restituyo en tanto intuimos cierta necesidad por restablecer, devolver (restituo) a su dueño, al pretendiente más universal su derecho de potestad sobre lo restituido. Herencia y límite que ya nos impone Platón; descubrir cuál de todos los pretendientes es el más legítimo de poseer el bien, la verdad, lo bello… - Qui iuris, cuál es el derecho que prima y que permitiría revelar el modelo de sus copias, el pretendiente ideal sobre los simulacros, la verdad de sus apariencias, etc (1). Así, primaría cierta agonística en todo aquel que restituye, pero que, a fin de cuentas, nunca termina de restituir (3).


(1) Buscaba un nombre propio para ti: Glenda (frente al mar), dije en primera instancia.



Si la restitución es tomada así como una deuda – por lo tanto, habría “algo que falta” – una reparación (nuevamente nos anudamos en la deuda hablada: restituo damna, locución latina que cabe traducir “reparar el daño”), una devolución, el restituidor vive en una doble paradoja: en primer lugar, si ha restituido realmente, es decir, si su mensaje es acariciado ya por un destino y, en segundo lugar, si la restitución sella por fin, completa el círculo, volviendo al lugar que pertenece ella misma (Rückerstattung, término alemán que señala el sitio o “Statt”; algo así como en nuestra lengua - ¿nuestra ante tanto préstamo? – como “poner las cosas en su sitio”).

(3) Traducir es también una especie de saldar una cuenta o colocar el acento donde corresponda; en suma, restituir en tanto lengua prestada, duplicando más encima lo que se sustituye (setzen)Ersetzen ; hay traducción en esta lógica sólo cuando la restitución dobla, por encima, sobre o, en efecto, suplementariamente aquello que ha de restituirse

(¿es posible una restitución fuera de esta lógica, que persigue “constituir” aquello que siempre falta?)

Pero esta restitución de la que hablo no le pide derecho o deber alguno, porque simplemente no busca constituir lo que falta. Simplemente, basta decir(le) con una palabra, una señal al menos, para que toda esta lógica deudora, esa deuda infinita deje de estar prisionera de los verdaderos pretendientes, aniquile de una vez al modelo (porque, en última instancia, el modelo nunca ha sido aquello que abjura de sí mismo, algo que merezca permanencia infinita). Porque de no ser así, la ofrenda de le he dejado la endeudaría, los comprometería (Padre, Madre e Hija) en aquello que nunca fue concebido así…

(2) Mi relación contigo, en este sentido, no es económica, puesto que te lo dije: un don, si es retribuido con la equivalencia que sea, se anula como don.

(Si quieres, el don nunca es presente)


No, no es restitución en este sentido – babeleano o tormentoso, qué importa – sino un paso, una palabra estrecha, suscinta que, en vez de clausurar cualquier comunicación (los legos la emplean erróneamente para así “saldar una cuenta”, y es todo lo contrario: abre una y otra vez), rasga la cortina del desconfío mundano, recuperándose la palabra en ella.

¡GRACIAS!

La restitución se multiplica para todos aquellos que, al igual que TÚ, han acompasado estas líneas flotantes sobre los sea-changes del que habla Cortázar (sea en formato carta, revista, mensaje embotellado también). Lo circunscribo aquí, es necesario, como un mensaje para mí mismo – y por ello, para cualquier destinatario. El diccionario tradicional me ha puesto ante los ojos una misiva enigmática, una figura corriente que, en este caso, ha dejado de serla por derecho propio. Habla individual siempre:

(me lo agradeció una sonrisa).

LA FLOR ENFERMIZA, junio 2009.


NOTAS:

(1) Preguntarnos por el linaje que toda escritura porta en sí misma, es intentar descubrir en ella sus parentescos (Verwandt). “Las naturalezas superiores tiene como origen una inmensa distancia…”, divisa nietzscheana a considerar si queremos pervertir el derecho cerrado del pretendiente ideal (Cfr. EH, 3).

lunes, 18 de mayo de 2009


EX LIBRIS.

Patricio Marchant: Sobre árboles y madres. Sociedad Editora Leal Ltda. Ediciones Gato Murr. 1984. 318 pp.

“Un aforismo, si está bien acuñado y fundido, no queda ya
descifrado por el hecho de leerlo; antes bien, entonces es
cuando debe comenzar su interpretación.”
(Friedrich Nietzsche: Genealogía de la moral. Prólogo).


Nuestra historia literaria corre pareja a su eventual retraso con que sus producciones llegan a nosotros. Por ello, no resulta excepcional que el reconocimiento serio sobre la obra poética de Gabriela Mistral se haya producido recién hace 32 años atrás. Exceptuando ciertas voces afines – como un Lautaro Yankas, por ejemplo -, un reconocimiento serio implica desplazar los ejes interpretativos puramente circunstanciales en torno al objeto poético para intentar dar con las fuerzas espirituales desde el cual la poesía habla por sí misma. Fuera de las mezquinas interpretaciones representacionales o manifiestas en que incurre Roque Esteban Scarpa, el mérito de su libro La desterrada en su patria (1977), se encuentra simplemente en llevar a cabo un análisis biopoético necesario dentro de nuestras letras (y en cierto sentido político, al acuñar el término “desarraigo” como índice descriptivo del poeta nacional).

Dentro de una línea interpretativa mucho más compleja, sin olvidar este nuevo paradigma abierto por Scarpa, se encuentra la obra de Patricio Marchant. Sobre árboles y madres es, por cierto, el texto clave para desentrañar su operación epistemológica y poética. Pero hablamos de operaciones textuales muy singulares, como, p. e., su propia portada: una carta postal autografiada que dice dedicatoria, dirigida a su profesor – digamos aquí “mentor” – Jacques Derrida (postal que puede evocar, dos años más tarde, Eugenio Dittborn como plano performático en sus aeropostales). Y ya, desde esta portada intencional se coloca una de las críticas más acérrimas al texto en la figura de Jorge Guzmán, para quien este libro no es sino la típica expresión intelectualista que “rebaja” la figura femenina de la Mistral. Pero Guzmán se ha quedado estacionado en la portada, en la dedicatoria y en sus mera intenciones ¿No es acaso Guzmán el literato que habita en las portadas, al señalar que la poesía mistraliana adolece de una falta, a saber, la falta del Padre cultural, de la voz paterna (l) de la cultura de Occidente? (“El Padre ausente es el centro vacío de estos poemas, como lo es de la vida de toda mujer latinoamericana. No hay padres, carece del elemento central de la red de significaciones en que consiste nuestra cultura occidental.” Cfr. Diferencias latinoamericanas. Op. Cit. P. 76). Las tesis de Marchant, por el contrario, no se estacionan en la pura carencia paterna (el síntoma), sea éste la formación o la gran cultura literaria; busca reverberar en las voces poéticas de Gabriela Mistral un espacio en el cual se expresa el pensamiento (toma, como ya pueden percatarse, la idea prerromántica alemana y vuelta a circular por Heidegger, que el pensar y el poetizar son una y una misma operación). Pero no cualquier pensar, o sea, ni representativo, alegórico o metafórico, sino en tanto contenido latente o “temblor”. La deuda marchantiana con el psicoanálisis se reitera en igual medida como la de sus dedicado mentor Derrida. Es que, en cuestiones de deuda o préstamos literarios, pronunciémonos bajo una traducción, cierta cita que Marchant evoca desde Glas, este críptico texto derridaniano: “Sujeto de la enunciación: me llamo madre que se llama (en) mí. Dar, acusar. Dativo, acusativo. Yo porto el nombre de mi madre, soy el nombre de mi madre, me llamo mi madre en tanto yo, me llamo madre por mí, llamo a mi madre en mí, me vuelvo a llamar como mi madre…” (Marchant, Op. Cit. Pp. 39-40). Y es que aquí es preanunciable el problema mismo de una interpretación poética al alero del psicoanálisis; si el pensamiento o el poema son expresión misma de un deseo (sea dicho como fuerza o pulsión), su adscripción al lenguaje nuevamente reviste a esa fuerza con un significante, es decir, vuelve al plano normativo de la conciencia, no importando si su modelo sea asociativo o edípico (dos de las posibles soluciones textuales que Marchant operatiza en su libro). Pero es, ni modo, el lugar más acusativo para hablar de la poesía de Gabriela Mistral (“Madre por excelencia – diría Marchant – en tanto Madre sin hijos.”), puesto que “si la fascinación que ejerce un significante estriba en el mensaje latente que expresa, el poema no sería otra cosa que una significación en estado puro. Dicho así: el poema es ya una traducción por sí misma, porque es deseo. Deseo – traducción y no sólo un deseo-de-la-traducción.” (Miguel Arancibia: Poesía; estado nacional de emergencia. Sección II, p. 10. Inédito. Cfr. también Sobre árboles y madres). Traducción a la cual Marchant apuesta con sus cartas, sus reenvíos y referencias cruzadas con Nietzsche, Heidegger, Groddeck, Freud, Hermann, Nicanor Parra, Zurita, entre otros. Con sus filiaciones, en última instancia.

Indudablemente, este texto en cuestión exige una documentada información previa, haciéndolo hace reticente para cualquier lector atolondrado, sea académico o profano. A fin de cuentas, ¿no es acaso ésta, la exigencia misma que impone todo objeto poético, como lectura estética por excelencia? Únicamente, aquello por el cual hemos de lamentarnos sería la indiferencia al texto de Marchant en cuanto publicación se refiere – indiferencia que también se produjo en su propia época, 1984 -, pues aún no contamos con una reedición que lo aparte del ostracismo “iniciático” en que ha caído (produciendo así, un desconocimiento por parte de la oficialidad informativa o, más grave aún, una recuperación por parte de los otros – subrayo como Marchant – que aparentan una comprensión sin mucho brío poético, porque aún se le sigue leyendo en clave academicista y elitaria). Mientras tanto, estimados lectores, valgan unas breves palabras de su texto para reflexionar:

“Escribir amistades, lealtades. Pero, ¿qué las amistades, qué las lealtades, sino ese esfuerzo, el olvido?”
LA FLOR ENFERMIZA. 09.