martes, 1 de septiembre de 2009

CONFESIONARIO
(para todos - contra todos).


1. Tarea para el inteligíbile.- De cara a nuestra actual forma de vida, donde priman los intereses más pedestres volcados a la información entretenida y la vulgaridad del ocio dirigido, el oficio del intelectual nuevamente se ha hecho problemático. Quien ante los otros se autoproclama como tal, cae bajo el veredicto de ser sospechoso, es decir, declarase culpable por ser inocente. Si en aquellos horribles días de la dictadura pinochetista, la voz del intelectual buscó asilo, comprometiendo su discurso unido a las aspiraciones colectivas de la oposición, hoy el colectivo humano se ha retirado a sus confortables hogares, para planificar su escuálida existencia diaria, entre el trabajo enajenado y los créditos de consumo. La voz del bienpensante también hubo de modificarse con la sociedad a la que presta sus servicios espirituales: como el eco lastimero de la mascota cuando su amo no le toma en consideración, decidió no quedar a la zaga en colaborar ruinmente con la solapada sociedad fascista que hacemos gala. Y, sin embargo, el eco aquel no se ha retirado de su lengua cuando pronuncia la palabra “humanidad”, cáscara que, al destrozarse, evidencia un prieto fruto, descolorido y sin sabor alguno, no muy distinto del operario o el obrero tras una dosis narcótica. La resaca del intelectual, siendo más fina, le anuncia – sin que éste lo sepa claramente – la incómoda pregunta de saber si su existencia es o no correcta.

Como representante de la clase acomodada, el intelectual siempre hace el cómico papel de traidor de su clase, parecido al del filósofo en matrimonio, dice Nietzsche; juguetea con cierta rebeldía esnobista, un poco a la manera de los personajes que circulan por los libros de Fuguet. Pero esta traición no es en absoluto la más decisiva; el talón de Aquiles para cualquier intelectual que se precia como tal estriba en traicionar o no al nombre propio del que debe su oficio. Intellegibilis es el término latino que indica cierta “claridad expositiva”, la labor de iluminar o apartar de los mantos nebulosos a las cosas donde coloca su mano. En consecuencia, la verdad del intelectual no se encuentra en hablar a voz de cuello a la comunidad ya preformada, sino susurrarles, bajo el tibio hálito de su voz, cual si fuera un secreto, a la comunidad que ha de crear. Antes que confirmar el mundo, anticipar el suyo.

2. La lengua exiliada.– Atrofiado el pensamiento por la premura de responder automáticamente, sin vacilar, su notoria falta se nos manifiesta en el lenguaje. No simplemente porque la brecha entre una lengua culta formal y la cotidiana haya desaparecido; la uniformidad del lenguaje también refleja los pobres intereses con los que la sociedad se identifica. Síntoma más evidente es el reducido campo semántico que empleamos para comunicarnos. De ello, el lenguaje cotidiano no es más responsable de lo que se cree, sino aquella catástrofe a la que la cultura nacional fue sometida en todos sus niveles; por ello, la premura irreflexiva lo es tan propia del potentado hombre de negocios como del cesante. Esta reducción de vocablos, sin embargo, ha extendido sus tentáculos hasta en los círculos donde el lenguaje, al menos en apariencia, debería oponerle resistencia. En la poesía de nuevo cuño la trivialidad y la escena mediática se funden grotescamente con cierto compromiso ideológico de izquierdas. Las supuestas buenas intenciones del segundo quedan estranguladas a los servicios del primero; la poesía no canta por sí misma, sus lectores se tropiezan al declamarla, se pierde la musicalidad inherente y nada sabe de los matices con los que una palabra puede efectuarse en la dicción. Mala escritura porque antes ha devenido de un escaso hábito de escuchar y, en consecuencia, de un pensamiento reactivo, pavloviano que sólo responde a estímulos, pero que rara vez se ha preguntado a sí misma como expresión. Bajo este panorama insípido, sería preferible exiliarnos a las tierras del lenguaje, no sin antes escuchar la poesía que nos rodea; no pocas veces es posible distinguir el canto de un mirlo en medio de las urracas.

3. 11.IX.1972.- Vísperas al cumpleaños, los hombres comunes realizan sus preparativos, ocultando el interés propio bajo la débil coartada de “no acordarse de ellos”. Mi caso es más chocante: desde niño, la fecha me persigue con anterioridad, bajo las formas de espectros, miedos y los mensajes que el fascismo introdujo en la conciencia colectiva a manera de reacciones espontáneas. Al contrario del hombre común, el festejo no indica un año menos, sino la vergüenza de celebrarlo, a sabiendas que esa data secuestró la vida bajo la ignominia. Sin esta aclaración, no se entiende que yo, el festejado, se comporte como un simple invitado de piedra.

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